Misteriosas brumas nocturnas: Reflexiones en EL PAÍS
Es una imagen emblemática de la ciudad de San Francisco. Un manto de niebla densa e impenetrable logra lo inconcebible: la desaparición del Golden Gate. En ocasiones, como si se tratara de un truco de magia, logra ocultarlo casi por completo. En otras, las torres anaranjadas emergen de entre la espesa bruma como si el puente flotara en un sueño etéreo. Sin embargo, la niebla permanece inmutable por la noche. Es en esos momentos cuando las sirenas se convierten en un elemento especialmente necesario. Su sonido profundo y melancólico se pierde en el eco entre colinas y puentes, un lamento nostálgico que envuelve la ciudad y a sus habitantes, alertando sobre la presencia de la niebla. Imagino que a algunos les puede resultar molesto, mientras que otros, habituados a su presencia, ni siquiera lo percibirán. Sin embargo, en *32 sounds*, un poético documental del cineasta Sam Green, Harold Gilliam, un escritor nonagenario de San Francisco, comparte su anhelo de que las sirenas jamás desaparezcan. Brindan un sentido de conexión a quienes duermen o se encuentran medio despiertos, a los insomnes. Les permiten saber que hay niebla. Que hay bahía, y que los barcos continúan allí, que el océano no ha cambiado de lugar. La Tierra sigue su rotación. Son un consuelo, dice Gilliam, un recordatorio de que también hay alguien más que, a esas horas, permanece despierto. Y quizás, hacer sonar esa molesta señal de niebla no sea más que una forma, como cualquier otra, de decir "hola". De recordar que no estamos solos.
Entendí perfectamente el consuelo del que hablaba Harold Gilliam. Muchos años atrás, cuando me instalé en Buenos Aires, ciudad en la que no conocía absolutamente a nadie, me hice socia de un videoclub que quedaba lejísimos de mi casa únicamente porque abría el domingo hasta medianoche. Temía que aquella fuera mi única posibilidad de interactuar con alguien ya no solo el domingo sino el fin de semana, cuando no había clases en la universidad. Es un bálsamo parecido al que aún ahora me ofrecen, en medio de la noche, los ruidos de los autobuses nocturnos. O a la infantil seguridad que siento al apagar las luces cada noche y saber que el badulaque de la esquina seguirá abierto hasta el amanecer.
Regresé a Gilliam y a sus sirenas de niebla cuando leí Mapa de soledades, un precioso ensayo de Juan Gómez Bárcena, recientemente publicado, donde el escritor cántabro despliega su innegable talento narrativo para abordar la epidemia del siglo XXI, la soledad, y las distintas maneras de estar solo. De entre las mil historias fascinantes que recoge, un dato me llamó especialmente la atención: en 2019 se anunció la próxima aparición de una pastilla para curar la sensación y el miedo a la soledad. Descubrí, además, una historia sorprendente: en Japón, los arrestos de personas mayores de 65 años se han multiplicado por cuatro en estos últimos años. Miles de ancianos cometen pequeños hurtos con cierta regularidad y lo hacen no por necesidad sino por soledad: prefieren la cárcel para evitar así el aislamiento.